"El chilcano es como el perro, es noble y lo ves venir. El pisco sour
es como el gato, parece más suave pero te dará más problemas”. La frase,
ignoro si es suya o se transmite de generación en generación, pero me
la contó el que después se convertiría en un buen amigo, Tito Alegría, uno de los empresarios con más empuje en el sector del turismo peruano hablando sobre la bebida nacional peruana,
el pisco y sus diferentes formas de prepararlo. El chilcano es un
cóctel hecho con pisco, ginger ale, limón y angostura que sólo probé una
vez en Lima. Sin embargo el pisco sour es omnipresente en el país y se suele consumir antes de las comidas, algo duro para mí, pero al final te acostumbras, será necesario por la altura.
Mito fue quien me dio el punto de vista mundano de la realidad de aquel país y Andrés Álvarez Calderón, director del museo Larco, en Lima, fue quien me ofreció la interpretación que puso en paz mi alma con aquel mundo inca que estaba a punto de profanar.
Andrés es descendiente de una familia de hacendados de la caña de
azúcar y dueños de la finca en la que se encuentra el museo. Mientras
señalaba una vitrina en la que había una sola vasija me susurró: “Escucha atento porque esta pieza te hará entender la historia de la Humanidad”,
en ese momento logré superar ese punto de escepticismo que me suele
guiar y dejarme llevar por aquella voz suave. Me contó cómo es el
círculo de la vida, el mundo de arriba y el de abajo y cómo vamos de uno
a otro, blanco y negro, masculino y femenino, arriba y abajo, sol y
luna, noche y día, puro dualismo en el que nosotros, los seres humanos,
estamos en el medio.
Además de explicarme cuál es el sentido de la vida me dio una
información que me sería algo más útil de cara a mi viaje hacia Machu
Picchu. Me explicó cómo fue posible que hace más de 3.000 años
surgiesen casi coincidiendo en el tiempo tres grandes civilizaciones: en
Mesopotamia, en Egipto y en América. “No fue cosa de
extraterrestres ni prodigios mágicos”. Su argumento volvía a ser mundano
y fácil de entender: “Al igual que los niños se vuelven mucho más
activos cuando cumplen los dos años en cualquier parte del planeta,
también les ocurre lo mismo a las civilizaciones. Hace 3.000 años hubo
varias de ellas lo suficientemente maduras como para eclosionar
culturalmente”.
Valle en las proximidades de Tipón
Para lograr comprender mejor estos comentarios tautológicos nos desplazamos hasta Cusco,
la antigua capital del imperio Inca y punto de partida de todas las
rutas que buscan llegar hasta Machu Picchu, el lugar más visitado de
toda América del Sur. Cusco es la parada obligatoria
pero no sólo por razones puramente logísticas (es el aeropuerto en el
que necesariamente debes aterrizar) es mucho más y conviene detenerse
allí. Es el escenario en el que contemplar cómo era la vida durante el
imperio Inca y cómo este fue absorbido por el virreinato español.
En sus calles se percibe la dominación de los conquistadores europeos.
Las tropas de la corona encontraron un imperio consolidado pero muy
debilitado por la reciente guerra civil. Gran parte de los palacios
levantados tras las conquistas de Pizarro utilizaron como cimientos las
estructuras del imperio Inca. La misma Plaza de Armas que hoy es el
epicentro de la vida cusqueña se levantó en el mismo emplazamiento
incaico que utilizó Atahualpa, el último gran Inca en ser derrotado
antes de la caída de Cusco. Después de él, el imperio prácticamente se
desintegró hasta el último Inca, Túpac Amaru I.
La plaza de Armas es el mejor lugar para hacer una pausa y seguir sumergido en aquellos tiempos heroicos.
En uno de los lados, en el número 236 del Portal de Carnes, en el
segundo piso, está el restaurante Limo, de cocina peruana con muchos
toques asiáticos –como gran parte de la cocina peruana–, es uno de los
mejores de la ciudad. Desde sus ventanas se contempla toda la vida que
transcurre en la plaza con mucha calma. Pide un pisco sour y disfruta
del atardecer.
La catedral está justo al lado, es una de las más espectaculares del continente, pero tampoco dejes de entrar al Qoricancha, el Templo del Sol inca que se encuentra en el convento de Santo Domingo, otro de esos lugares imprescindibles para entender lo que sucedió allí hace siglos y, para no entenderlo, tienes que perderte en sus innumerables callejuelas empedradas, entrar en algunas de las tiendas de lana de alpaca y dejarte llevar por la calidad del material.
El clima no condiciona demasiado pero la mejor época para viajar es
desde abril hasta octubre, en aquel lado de la Tierra es invierno. Las
temperaturas son algo más bajas pero nada que un forro polar y un
calcetín grueso no puedan solucionar. Sólo las necesitarás en los
lugares en los que no dé el sol y por la noche. Cuidado con las
exposiciones porque te quemarás. Aquí el astro rey se encuentra mucho más cerca física y espiritualmente. Cusco
es una ciudad eminentemente turística en la que lo primero que te
sorprenderá será el mal de altura y los perros. El aullido es
omnipresente y te los encontrarás por todas partes. Ignoro si estos
canes son descendientes de los que trajeron consigo los conquistadores
españoles (allí no se usa el término descubridor, que si se mira sin
pasión no es el más adecuado), o sus ancestros eran precolombinos, de
aquellos incas que entregaron un vasto imperio con muy poca resistencia.
Resulta complicado entender cómo un pequeño grupo de españoles que
llevaban meses encerrados a bordo de cascarones pudo dominar un imperio
de millones de personas que se extendía desde Ecuador hasta Chile, más
de 4.500 kilómetros comunicados por una buena red de caminos de casi 20.000 kilómetros a través de altísimos picos, profundos valles y una densa vegetación.
Cholitas posando con los trajes tradicionales del Perú
Acostumbrarte a la omnipresencia de los perros es relativamente sencillo, algo más complicado será el mal de altura. Cusco está a 3.400 metros de altitud sobre el nivel del mar, Chinchero a casi 4.000, el nevado del Chicón, uno de los picos más altos, a 5.700 y el propio Machu Picchu a más de 2.300. Durante todo el viaje escuché muchos remedios para acostumbrarte a la altura. Desde tomar una aspirina al día para que la sangre esté menos densa y fluya con más rapidez, hasta consumir grandes cantidades de mate hecho con hoja de coca.
Félix, el fotógrafo cuyas imágenes ilustran este reportaje, experto en
lugares de gran altitud a lo largo del planeta, optó por la aspirina.
Nuestra acompañante local, Peggy Morante, pedía la infusión de coca en
cada lugar en el que nos deteníamos a descansar. A Félix no le dejó de
doler la cabeza y Peggy sigue viviendo tan feliz en Cusco con sus tres
hijos. La elección es sencilla.
Más allá del comentario ocasional de estas líneas, el mal de altura sólo perturba el cuerpo durante los primeros días. Te
sumerge en un ligero estado psicotrópico, una especie de borrachera
mezclada con cansancio y sueño que se va mitigando con el paso de las
horas.Sobre el recorrido para visitar la zona hay varias teorías, la más
aceptada es que conviene ir rápido desde Cusco hasta Machu Picchu para
que el cuerpo se vaya adaptando a la altura. Lo más habitual es hacer el trayecto en tren siguiendo el camino del valle sagrado.
Una de las sorpresas al llegar a esta zona remota de Perú es que a Machu Picchu no se sube sino que se baja.
Por lo general el avión aterriza en Cusco, que se encuentra a 3.400
metros sobre el nivel del mar. Desde allí lo más aconsejable es ir en
tren hasta Machu Picchu, un trayecto de unas tres horas y media que se
puede hacer en el tren regular o a bordo del lujosísimo Orient Express y disfrutar a la vuelta de la cena en el tren.
Sin embargo, cuando el río Vilcanota, antes de convertirse en el
Urubamba, supera el caudal de los 500 metros cúbicos se suspende el
servicio de los trenes que enlazan Cusco con Machu Picchu. Eso puede
suceder en la época de lluvias que va de noviembre hasta abril. Esta suspensión temporal es algo relativamente reciente y pretende evitar situaciones peligrosas
como la de hace pocos años cuando un numeroso grupo de turistas tuvo
que ser evacuado de la ciudadela inca en helicóptero por los
desprendimientos en la vía férrea.
Nosotros tuvimos que emprender el trayecto en tren a mitad de camino, en Urubamba. Pasamos noche en el hotel Río Sagrado,
de Orient Express, un lugar de ensueño. Allí el río está más tranquilo y
cruza frente a las habitaciones del hotel, más concretamente a sus
pies. Fueron pocas horas pero lo suficientemente intensas como para
darme cuenta de que necesitaba el spa y aquel jacuzzi al aire libre.
Cuando el sol se esconde tras las altas montañas entiendes por qué los incas sentían esa adoración por nuestra estrella. La temperatura desciende hasta transformarse en frío y convertir el agua caliente burbujeante en el mejor refugio para contemplar cómo la bajas temperaturas despejan el cielo. Perfecto para contemplar aquellas estrellas que disparaban la imaginación de los incas mientras perturbaba a los conquistadores, quienes tardaron en darse cuenta de que aquella bóveda celeste no era la misma que se podía ver desde Castilla.
Para sacarte del sueño de armaduras y barbas españolas, nada mejor que una ducha inca. Abres la canalización hecha con bloques de piedra tallados con el característico corte inca y un torrente de agua helada procedente del mismo centro del imperio cae sobre tu cabeza para ponerte los pies en el suelo y el alma en el cielo.
Pico de Waynapicchu
Al día siguiente, excesivamente temprano, emprendimos el trayecto en tren que transcurre junto al río Urubamba, por el valle del Río Sagrado y el final, Machu Picchu, en el pueblo de Aguas Calientes. Un lugar curioso. Denostado por muchos pero que no deja de tener cierto encanto. Se trata de la última estación del tren que llega desde Cusco. Mal contemplado podría ser un poblado en Nepal desde el que cientos de escaladores se preparan para subir al Everest.
En este caso es una una población creada artificialmente alrededor de la estación de tren bordeando el río Urubamba, que allí ruge reclamando su espacio. El pueblo es un auténtico caos de restaurantes, tiendas de regalos, souvenirs baratos, fondas, hoteles y un par de sorpresas agradables para quienes decidan hacer noche a los pies de la montaña. El hotel Sumaq, grande, cómodo y con un restaurante interesante con unas vistas magníficas del río embravecido. Allí pude probar la pachamanca, un plato contundentemente excepcional dentro de la ya de por sí rica gastronomía peruana. Compuesto por varios tipos de carne de pollo, cerdo, vaca y hasta siete clases diferentes de tubérculos que pude contar y diferenciar. Un festín excesivo que se cocina enterrado bajo tierra durante varias horas.
Próximo a la estación del tren llamada Puente Ruinas se localiza el hotel Inkaterra
del pueblo de Machu Picchu, una verdadera joya entre el caos
deconstruido del resto del pueblo. Un oasis de casitas escondidas entre
la vegetación frondosa del bosque húmedo que te permitirá recomponer
fuerzas antes de la subida o después de la bajada del santuario de Machu
Picchu.
Llegar hasta allí sólo es posible mediante los microbuses oficiales que escalan la carretera Hiram Bingham (el
último redescubridor) o mediante el famoso camino del Inca, unos tres o
cuatro días andando y que exige una cierta forma física. El santuario
te dejará sin palabras. Es uno de los lugares más fotografiados del mundo
y, sin embargo, consigue sorprender cuando estás allí. Hay mil puntos
diferentes para verlo y siempre quieres subir un poco más. Quizá te
atrevas con alguno de los dos picos que custodian la ciudadela, el Machupicchu y el Waynapicchu,
pero piénsatelo bien porque no es para cualquiera. Se llegue como se
llegue y a la altura que alcances, la sensación es la misma. ESTOY EN
MACHU PICCHU.
Este reportaje fue publicado en el número 45 de la revista Traveler.
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